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El secreto de la isla del tesoro

Papá usó la invitación de Mariana como una excusa para arrastrarme con él al viaje. Yo no tenía ni cinco de ganas, lo único que quería por aquellos días era pasarme las horas junto a Juli. El viaje en avión se me hizo largo, muchas de las horas las simulé dormir para no tener que atender los esfuerzos de papá por conversar. Eran mis vacaciones de invierno y papá había decidido extenderla una semana más. Veintiún días los dos solos, tristes como estábamos, con poco en común entre los dos y con Mariana ocupada en trabajo y su carrera, no era algo que me resultara divertido, pero él insistía que nos iba a hacer bien, que “nos iba a ayudar a encontrarnos”, ¿qué mierda era todo ese discurso de sanación barata?

Cuando murió mamá, imaginé que Mariana se iba a quedar con nosotros, que la beca podía esperar; se la había ganado diez meses antes de aquel viaje. Alcanzamos a festejar los cuatro juntos; parecía que lo de mamá, aunque grave, con el tratamiento se pondría a salvo algunos años. Tres meses después, su corazón se paró. Un tiempo más tarde, Mariana embarcó y solo nos quedamos papá, yo y un hueco entre los dos. Aunque el vuelo era aburrido, me entusiasmaba reencontrarme con mi hermana, mi primera confidente. Hicimos escala en Londres y desde allí partimos hacia Edimburgo.

Cuando faltaban tres horas para aterrizar, no pude evitar sentir la mirada de papá.

—¿Qué querés, papá?

—Ah, no sabía si estabas despierto.

—Ahora sí

—Falta poco para llegar… y como no hablamos nada durante el vuelo, te quería mostrar algo que quiero conocer con vos. Mirá…

De su bolso de mano sacó un libro y una guía de viaje.

—¿Te acordás de este libro?

Miré hacia el techo del avión y pensé por qué había aceptado a hacer ese viaje. Quisiera a Juli al lado mío. El tiempo en el colegio nunca nos alcanzaba. Por las tardes me instalaba en su casa para que me ayudara a levantar las notas, merendábamos juntos y veíamos algo por televisión, también leíamos mucho a Walt Withman. Pero en realidad, lo que yo más ansiaba eran los días en los que su hermano estaba en la facultad y dormíamos juntos la siesta. La familia de Juli, al principio se había sentido bien en hacerme un espacio, en brindarme algo de hogar, pero con el correr del tiempo comencé a resultarles una figurita repetida y me lo hacían notar. Volver a casa siempre me resultaba un peso. Esa también era una de las causas por la que estar sentado en ese avión.

—¿La isla del tesoro? ¿Qué hacés con ese libro, papá?

—Fue el primero que te regalé, ¿te acordás que lo leíamos juntos? Recién empezabas a leer libros más largos y yo te ayudaba—no me acordaba de que me leyera

Él ni sabía cómo acercarse a mí y ni yo como dejar hacerlo.  Dos esgrimistas en pleno vuelo.

—Ya no soy un nene, papá. No voy a leerlo ahora…

Me interrumpió

—No, no, es algo que descubrí mientras buscaba qué conocer en Escocia. A 40 km de Edimburgo está este pueblito costero, mirá—mientras me señalaba con su dedo flaco un punto en un mapa verde y que yo intentaba miraba con desprecio

—Ajá—en algún punto su mirada me hizo intentar demostrar algo de interés—¿Y qué tiene ese pueblito de interesante, pá?—le dije mientras miraba más desconcertado el libro de Stevenson

Mi padre se encendió nuevamente. El aire mojado de Escocia parecía hacerle muy bien

—¡Es North Berwick! Ahí parece que veraneaba Stevenson en su infancia y donde se inspiró para el libro. Mirá, te leo lo que dice acá: “Dicen que la pequeña isla de Fidra, visible en el fiordo de Forth desde North Berwick, sirvió de inspiración a Robert Louis Stevenson a la hora de escribir su famosa novela  La isla del tesoro.” ¿Qué me contás?

—No sé, ¿querés ir?

—Sí, más vale… está cerquita y en un día lo podemos hacer

¡Qué más daba! Algo tenía que hacer durante esas semanas. Juli y su familia se habían ido a esquiar al Sur, un plan donde no había sido invitado. A mis amigos del les molestaba mi cercanía con Juli y los había oído en los recreos preparar campeonatos en la Play, donde no estaba incluido. Quedarme solo en casa, bajo la supervisión ocasional de la abuela, no era opción. Ese último año del secundario se me había hecho particularmente duro, sino hubiera sido por la presencia de Juli, muchas mañanas me hubiera rateado.

—Dale, pá. Vamos a ir, igual la más de las veces esos son inventos para el turismo. Andá a saber si es cierto—le palmeé la rodilla y le dije—Están diciendo que nos vayamos preparando, que estamos prontos a aterrizar.

Mariana nos esperó en el aeropuerto con un piloto que no parecía necesario en esa mañana de sol radiante. Como nuestro equipaje eran chico, nos tomamos un colectivo. Pagó con unas monedas al chofer y nos ubicamos en unos asientos del fondo, con Mariana en medio de los dos. Me pasaba la mano por la cabeza y me despeinaba cariñosamente, como mamá. De golpe, sentí calor o tibieza, no sé. Papá estaba hablaba mucho y abrazaba a su hija, un modo de recuperarla también. De golpe, el cielo se puso gris y para cuando bajamos del colectivo ya llovía, entonces encontré sentido al piloto de mi hermana y a poco de nuestra llegada, entendí el clima local. El departamento, pequeño, moderno y luminoso, estaba a orillas de un río. Por las noches, me quedaba con algún libro en el living, cerca de la ventana, y oía el ruido del agua que corría, allá abajo. Algo del viaje encajaba conmigo.

Las mañanas eran un poco molestas, porque papá no quería dejar rincón sin conocer de la ciudad y me hacía levantar temprano y malhumorado. Mariana nos acompañaba a veces o nos dejaba recorridos pinchados en la pizarra de corcho. Después de unos cinco días, papá comenzó a insistir en que era momento de tomarnos el tren para North Berwick. La noche anterior, mientras él ya dormía, Mariana me sirvió un poco de whisky y quiso saber de mí. Le conté de Juli, se alegró mucho, me abrazó, me besó la cabeza muchas veces la cabeza, yo hacía como que me la quería sacar de encima y me dijo:

—Tenés que hablar con papá—mientras yo permanecía cubierto con su abrazo y los ojos se me llenaban de lágrimas.

A la mañana siguiente corrimos por los andenes de la estación Waverley, con miedo a perder el tren. La cabeza me pesaba un poco por el madrugón y otro poco por el whisky. Durante el viaje, quise dormir, pero papá insistió en que mirara por la ventanilla. Una empalizada de madera blanca que me llevó a recordar fotos de las Malvinas que había visto en algún libro escolar bordeaba la estación de trenes de North Berwick. Comenzamos a caminar y pronto nos encontramos en la calle principal.

—Papá, estamos seguros de que la playa queda cerca, ¿no?

Entramos a un bar, pedimos un café, mientras recobrábamos algo de calor y abrimos por cuarta vez el mapa. Si, era verdad, no quedaba lejos.

—Dale, hijo, ¡vamos! Tengo todo calculado.

“No, todo no” pensé yo.

El pueblo tenía a cada paso un recordatorio de Stevenson, aunque yo dudaba de que la isla Fidra, que veríamos desde la orilla, hubiera sido la base de su novela; cada pueblo tiene su famoso, real o irreal. Sin embargo, en una esquina nos topamos con un faro rechoncho de vibrantes franjas rojas que homenajea a la familia del escritor.

–¡Constructores de faros! ¡Cómo el hijo no iba a escribir esas novelas! En cambio, a vos te tocó un padre contador—sonrió y me palmeó la espalda con timidez

Los poemas que desde hacía un par de años yo escribía, hoja tras hoja, estaban ocultos en el cuaderno que me había regalado mamá. Después de ver una hoja suelta en el escritorio de mi cuarto, ella se había limitado a regalarme el cuaderno de tapa verde. Estaba seguro de que esos versos le habían revelado mucho más que mis intenciones de poeta.

Atravesamos calles con casas de puertas y ventanas de colores brillantes, flores en sus frentes y en canteros y una iglesia en ruinas con su cementerio incorporado a la vida diaria. Las casas más antiguas, de paredes de piedra, tenían en sus puertas macetas de distintos tamaños con plantas que parecían molestar el ingreso, y en su desorden me recordaban al jardín en mi casa, que llevaba unos meses abandonado. Unos cuarenta minutos después llegamos a la playa. Papá, entusiasmado, hacía dos pasos y volvía a enfocar con el teleobjetivo de la cámara a la isla Fidra. Sentí algo parecido a la ternura. A pesar del viento frío, me hizo sacar las zapatillas y a arremangarme los pantalones, había que mojarse, aunque sea los pies, en el Mar del Norte, decía él. Imaginé a Juli esquiando, me distraje y una ola un poco fuerte me empapó los pantalones, papá echó a reír como un chico; yo un poco también. Caminamos bastante por la playa, incluso resbalamos sobre unas rocas arcillosas para sacarnos fotos, volvimos a reirnos y luego comenzamos a retomar el regreso al pueblo. Por un error, terminamos en el patio de una vivienda particular, donde el propietario descargaba leña. Nos recomendó ir a pie hasta unas ruinas, cinco kilómetros por ruta, pero antes debíamos atravesar un bosquecito con una antigua fábrica abandonada entre los helechos, hilos de agua y un par de puentes de troncos. Hicimos todo este trayecto en medio de chiste y gritos de alegría.

—Mirá, hijo… Mirá el mar— vi también a la derecha unos acantilados verdes que caían hacia la playa— Igual a la vista de la posada de Jim, hijo— me decía, mientras agitaba La Isla del tesoro

Ya estaba arrepentido de mi mal humor en el avión. Igual extrañaba a Julián, solo sonreía de imaginarme contándole todas aquellas aventuras. Descubrí a papá otra vez mirándome.

—¿Qué pasa, pa?

—Nada, nada. Que estoy bastante feliz, como hacía tiempo no me sentía. Eso pasa.

De un lado, la ruta, del otro unos campos de golf. Tenía el cuaderno verde conmigo y podría haberme detenido a escribir tantas cosas, pero preferí esperar y seguir todo con la vista.

Cuando ya nos comenzábamos a preguntar si teníamos la suficiente energía para seguir o no con esa caminata, se nos apareció recortado en una curva las ruinas de un castillo rojizo. En medio de un verde esmeralda y en lo alto de un acantilado, allí estaba. Cansados y maravillados, subimos unas escaleras desgastadas, con plumas de frailecillos en cada rincón, nos metimos en pasadizos, entramos a algunas habitaciones y nos asomamos por almenas a distintas alturas. Papá insistía que había visto fotos del castillo con un fantasma asomándose por una ventana, le dije que se dejara de joder, que estaba loco. Miramos el mar, muchas veces nos quedamos los dos con la vista perdida hacia el azul entremezclado del cielo y la tierra. Decidimos bajar y sentarnos a descansar en un banco, con el castillo a nuestras espaldas. Una hora en silencio, con el horizonte por único compañero. El resto de los turistas seguían perdidos en los laberintos de la fortaleza.

Papá dejó a un costado el libro. Se acercó a mí con cierto pudor, rodeo mis hombros con su brazo y sin quitar la vista del horizonte, me preguntó.

Andrea Leiva, Junio 2020


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