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Mamarrita

Ella era peronista, pero ese día lloró igual. Era la primera vez que yo desayunaba en la casa de Mamarrita, un sábado especial, con los dos pegados al televisor frente a la asunción de Alfonsín. Cuando se secó las lágrimas, desvié mi mirada hacia el modular, donde detrás del vidrio corredizo y, apoyados entre unas copas desparejas, estaban los retratos de Evita y Perón. Mamarrita se dio cuenta y me dijo, mientras me tomaba de la mano:

—Mirá, Pablo. Hoy vuelve la democracia y no me importa si es con los radichetas. Lo que importa es que los milicos se van.

Me abalancé sobre otro pan con manteca que me había preparado y seguí la transmisión de la TV con algo de aburrimiento. Su casa estaba construida de chapa y madera, el calor parecía rebotar por las paredes y caer encima nuestro sin piedad. La peluquería la abriría recién por la tarde.

Mi casa no era muy diferente a la suya, el tema era la cantidad de habitantes; muchos hermanos, mi papá siempre en el mar, a la pesca de los camarones, y mi mamá que tomaba. Al lado del baldío donde yo jugaba a la pelota, vivía y atendía su peluquería Mamarrita; había instalado el negocio en la parte de adelante de su casa, donde las vecinas se iban a cortar el pelo y, sobre todo, a ponerse los ruleros. Con los pibes nos gustaba reírnos de las viejas que viernes y sábados entraban con sus batones y sus pelos como de carpinchos y en menos de una hora caminaban por entre el barro salitroso de las calles donde se lucían para que se notara el tiempo y las monedas invertidas; Mamarrita sí que hacía milagros. Con los años me contó que siempre me veía pasar por delante de la ventana que se daba cuenta de que yo andaba un poco perdido.

Mi barrio era difícil, a veces subía la marea y algunas casas se inundaban. Entre los vecinos que habían tenido mejor suerte, corrían a desagotarlas. Rita estaba siempre primera y a mí me decía: “Hay que ser bueno y ayudar, eso te hace sentir más liviano”.

Vivía sola en la casa que le alquilaba al viejo Carreras. Su nombre, en realidad, era Rita; Mamarrita vino después o, mejor dicho, le quedó con el tiempo. Al principio, yo no la llamaba por ningún nombre, solo le respondía si me preguntaba algo. Un domingo a la mañana en la que yo estaba de visita y estaba ocupado con los deberes de matemática y desesperado de no encontrar la solución, la llamé “mamá” y me avergoncé; rápido me corregí y la llamé con el nombre que ya le quedaría por siempre. Ella sonrió, me pasó la mano por la cabeza y me despeinó todo, después dimos con los resultados de las cuentas. Mamarrita era además muy inteligente y hablaba bien: “habla fino”, decían en el barrio.

Le gustaba vestirse con ropa suelta y colorida; por ejemplo, recuerdo que en verano usaba camisolas con flores grandes, palmeras, hojas, algún animal, estampados de la naturaleza y pantalones de colores claros. Era alta, aunque igual caminaba con tacos de varios centímetros y tenía dos o tres pelucas que le gustaba intercalar. Siempre reposaban en unas cabezas de telgopor, con unos rasgos sugeridos y que, en una travesura, les maquillé la cara. Más que una travesura, fue mi intención de hacerla reír porque anduvo triste un tiempo: el novio que a veces la venía a visitar, la había dejado. Decían las vecinas que seguro era casado, después torcían la cara y decían: “Qué barbaridad, Dios mío”. Era como que todo tenía un límite y hasta el cariño por Rita se terminaba en cuanto algún hombre la rondaba. Yo solo quería verla contenta y de lo demás no me importaba nada.

Alguna vez le pregunté por sus padres y me di cuenta de que había metido la pata.

—Perdoname, Mamarrita. ¿Están muertos?

—No, querido, si no lo están. Viven, sí que viven, pero no tienen muchas ganas de verme.

Otro día le pregunté por su infancia y antes que me respondiera, me disculpé.

—No, ¿por qué te disculpás? ¿Qué querés que te cuente? No era de salir a jugar, me costaba tener amigos. Eso de salir a cazar pajaritos mucho no me gustaba, no había tantas nenas en el barrio tampoco, así que jugaba yo sola con las muñecas de mi hermana y, en cuanto pude leer, me iba a la biblioteca de mi papá y me leía todos los libros que podía.

De a poco, la casa de Mamarrita pasó a ser más mi casa que la otra. Mi abuela, que como podía a veces trataba de darnos una mano, me dijo: “M’hijo, usted tiene que estudiar, comer y estar bien limpio y la Rita se lo puede dar. Sea buenito con ella” y no me dijo nada más. A mi mamá apenas si le importó, yo algunos días volvía a casa, más que nada para a ver a mis hermanos menores, pero siempre regresaba a la casa peluquería. Esa casa tenía un perfume que era la suma de muchos otros: del spray, del humo de la salamandra, de la colonia de jazmín que se ponía Mamarrita los días que salía y de humedad, sobre todo olor a humedad. La cocina y el comedor estaban juntas y la salita donde hubiera podido poner unos sillones, estaba la peluquería. Unas sillas medio chuecas soportaban a las mujeres que visitaban a Rita como en una liturgia. Si mi papá desembarcaba, me tenía que quedar unos días en mi casa. Ese tiempo yo disfrutaba de su compañía y sus historias de mar, pero anhelaba regresar al hogar, al lado de Mamarrrita.

Cuando ocurrió aquel accidente en el puerto, donde los camiones de bomberos y las ambulancias tapizaron la noche, me desperté en medio del sueño sin entender nada. Aún no estaba instalado del todo en mi nueva casa, quise despertar a mi mamá y no tuve suerte, entonces ayudé a vestirse a mis hermanitos, que estaban más asustados que yo, y juntos chapoteamos en el salitral de las calles hasta llegar a lo de Mamarrita, que estaba en la puerta como todo el mundo y me abrazó como nadie nunca lo había hecho. Juntos mirábamos las llamaradas y rogamos que no fuera demasiado grave, sin suerte.

Aun cuando no hubiera sudestadas, las calles siempre, siempre, estaban empapadas y uno caminaba por ese barro brillante con los zapatos que no duraban nada limpios. Sin embargo, Mamarrita las caminaba siempre como una actriz de cine por esas veredas grises, desparejas y con unos pocos árboles flacos que peleaban por su vida y su sombra; saludaba a todos los vecinos con el brazo levantado, agitaba su melena de peluca y llamaba a cada uno de ellos por su nombre.

Un día me llegó el amor y corrí a contarle que Dolly, la sobrina de don Carreras, me había mostrado las flores de azafrán que tenía en su patio

—Ese brillo en los ojos, Pablito, no te lo dieron las hebras del azafrán— me adivinó.

Ahí nomás le conté del beso.

Con insistencia logró que terminara la escuela técnica, pero no pudo convencerme de ir a la Universidad.

Rita en el barrio era feliz, el inconveniente había sido siempre ir al centro, en la ciudad grande. Cuando cumplí los dieciséis, me quiso acompañar al registro civil para que yo sacara el documento nuevo. Ya en el colectivo la noté cambiada, con la vista un poco baja, imaginé que temía encontrarse con sus padres. Al cabo de una cuadra, desde un auto alguien le gritó “Maricón, ¿qué haces con ese pibe?”; le respondí algo con furia y el tipo aceleró. Nadie le iba hablar así. Yo ya la sobrepasaba en altura, le pasé mi brazo por sobre sus hombros y seguimos juntos por la vereda embaldosada, donde por fin se oyó fuerte el taconeo de Mamarrita, mi vieja.

Andrea Leiva, Octubre 2019


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